Cada noche, durante semanas, encontraba una rosa roja fuera de mi puerta — hasta que llegó con una nota que reveló el aterrador secreto detrás de ella.

Por semanas, una sola rosa roja aparecía frente a la puerta de Margaret cada mañana. Sin notas, sin explicaciones, solo el misterioso encanto de la flor. Pero cuando las rosas dejaron de aparecer y un mensaje enigmático llegó en su lugar, su vida tranquila se transformó en un misterio imposible de ignorar.

Todo comenzó de manera simple, incluso dulce. Al principio, las flores me llenaban de una mezcla de alegría y curiosidad. Eran hermosas, perfectas, y me hacían sentir especial, algo que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Habían pasado nueve años desde que mi matrimonio terminó, y aunque mi exmarido intentó regresar, no pude perdonarlo.

Había reconstruido mi vida poco a poco: trabajo voluntario en una cocina comunitaria, tardes tranquilas tejiendo, y mi trabajo en la biblioteca local mantenían mi rutina serena y estable. Mis hijos, ya adultos, tenían sus propias vidas, y mis amigos, especialmente Patricia, eran como mi familia. La vida era pacífica, predecible.

Hasta que, una mañana, encontré una rosa roja perfecta en el felpudo de mi puerta.

Un misterio inquietante
Al principio, sonreí. Patricia bromeó: “Quizá alguien tiene un interés secreto en ti”. Pero a medida que los días pasaban, algo no se sentía bien. Las flores continuaron llegando, una cada mañana, siempre sin una nota o pista. Esa falta de explicación empezó a llenarme de inquietud.

En la tercera semana, las rosas ya no me parecían románticas. Se sentían extrañas, como una advertencia silenciosa. Comencé a cerrar las cortinas y a mirar por las ventanas con más frecuencia.

Hasta que llegó una mañana diferente. Junto a la rosa, había un pequeño papel con una letra temblorosa:
“No estás tan sola como crees.”

Mi corazón dio un vuelco. ¿Era un mensaje de consuelo? ¿O una advertencia? Patricia insistió en que debía contactar a alguien, quizá a la policía, pero me negué, convencida de que estaba exagerando.

Un hombre vigilando
Entonces, una tarde, noté un coche estacionado frente a mi casa. Dentro, un hombre sostenía un periódico, pero no lo estaba leyendo; estaba mirando hacia mi casa. Esa noche, Patricia me convenció de quedarme en su casa. Estaba preocupada, y aunque yo intenté restarle importancia, no pude negar el alivio de no estar sola.

A la mañana siguiente, Patricia y yo estábamos tomando café cuando alguien llamó a la puerta. Ella fue a asomarse por la ventana y se tensó. “Es el hombre del coche”, susurró. Mi corazón latía con fuerza mientras Patricia le gritaba desde el otro lado de la puerta:
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

La respuesta del hombre fue un ruego:
—Por favor, solo quiero hablar con ella.

Un rostro del pasado
Cuando Patricia le preguntó su nombre, dijo ser William. No reconocí el nombre de inmediato, pero algo en su voz me resultaba vagamente familiar. Finalmente, Patricia abrió un poco la puerta, manteniendo la cadena puesta. Frente a nosotras había un hombre de mediana edad con gafas y una expresión nerviosa.

—Soy William —dijo—. Fuimos juntos a la secundaria.

Entonces, lo recordó: un chico tímido que una vez le había dado una rosa en el baile escolar. En ese entonces, ella había agradecido el gesto, pero no le había prestado mucha atención. Ahora, después de tantos años, él estaba ahí, confesando que nunca la había olvidado.

La verdad detrás de las rosas
William explicó que las rosas eran su manera de reconectar. Había escuchado que ella vivía en esa casa y pensó que un gesto sutil sería mejor que una visita directa. Sin embargo, no había considerado que su silencio pudiera asustarla.

Aunque al principio me costó aceptar su explicación, vi sinceridad en sus ojos. Con el tiempo, las rosas dejaron de ser un misterio y se convirtieron en un recuerdo de que, incluso después de muchos años, nuestras acciones pueden dejar una huella en los demás.