Su vínculo crece a través de una inesperada amistad y pequeños actos de bondad, enseñándole lo que realmente importa, hasta que un giro desgarrador cambia todo.
Andrew, de 50 años, estaba sentado en su escritorio, hojeando papeles mientras intentaba agendar reuniones con sus socios.
No escuchó a Michael, su asistente, entrar a la oficina. Michael se quedó ahí, esperando. Después de unos momentos, aclaró su garganta.
Sin respuesta. Andrew siguió trabajando, completamente concentrado. Michael lo intentó de nuevo. “Señor Smith”. Aún sin respuesta. Repitió su nombre tres veces más.

Finalmente, Andrew golpeó la mesa con las manos y preguntó bruscamente: “¿Qué?”
Michael no se inmutó. “Me pidió que le avisara si su exesposa llamaba.”
Andrew gimió y se frotó las sienes. “¿Cuántas veces tengo que decirte que ignores sus llamadas? ¿Y ahora qué?”
Michael sostenía un bloc de notas. “Dejó un mensaje. Debo advertirle, es una cita directa. Sus palabras, no las mías.” Leyó el mensaje: “‘Eres un idiota pomposo, nunca te perdonaré por desperdiciar tantos años de mi vida. Si no me devuelves mi pintura, destruiré tu coche.’ Ese es el mensaje.”
El rostro de Andrew se enrojeció. “¡Llevamos dos años divorciados! ¿No tiene nada mejor que hacer?”
Michael lo miró, esperando más instrucciones. “¿Quiere que le responda?”
“¡No! Y deja de atender sus llamadas,” dijo Andrew. Luego hizo una pausa. “En realidad, dile que tiré esa pintura a la basura.”
Andrew agarró un bolígrafo y lo lanzó contra la pared. Michael se inclinó ligeramente, asintió educadamente y salió de la oficina.
Momentos después, el teléfono de Andrew sonó. Frunció el ceño antes de contestar.
“¿Andrew Smith?” preguntó una voz.
“Sí, ¿quién habla?” respondió Andrew.
“Es del hospital. Tenemos los resultados de sus pruebas. El médico quiere verlo.”
“¿No puede decírmelo ahora mismo?” preguntó Andrew, irritado. “Estoy ocupado.”
“Lo siento, señor. El médico se lo explicará en persona.”
Andrew suspiró con fuerza. “Está bien. Iré.” Colgó el teléfono, sacudiendo la cabeza.
Andrew rara vez se daba el lujo de un descanso para almorzar, pero esta vez era diferente. El consultorio médico estaba silencioso, y el tic-tac del reloj en la pared era el único sonido.
Sentado rígidamente en una silla, tamborileaba los dedos contra el reposabrazos. Cuando la puerta se abrió, el médico entró con una expresión seria. Andrew frunció el ceño, anticipando malas noticias.
El médico se sentó frente a él y habló en un tono firme y medido, usando términos médicos que Andrew no entendía del todo.
Entonces llegó la palabra: cáncer. “Debemos actuar rápido,” dijo el médico.
“¿Esto es una broma?” preguntó Andrew, su voz cortante. “Tengo una empresa. No puedo simplemente internarme en un hospital.”
El médico lo miró a los ojos. “Su salud debe ser la prioridad. La empresa puede esperar.”
Andrew se inclinó hacia adelante. “¿Cuáles son mis posibilidades de mejorar?”
“No puedo prometerle nada,” dijo el médico. “Es crucial empezar el tratamiento de inmediato.”
La voz de Andrew se elevó. “¿Puedo seguir trabajando mientras estoy aquí?”
“El tratamiento afecta a cada persona de manera diferente,” explicó el médico. “Estará en el hospital para que podamos monitorearlo. Alguien puede traerle una computadora.”
Andrew frunció el ceño y se puso de pie. “Está bien. Me encargaré.”
El médico lo observó salir. “Nos vemos mañana con sus cosas,” dijo antes de que Andrew alcanzara la puerta.
Mientras caminaba por el ala pediátrica del hospital, Andrew notó a un niño de unos ocho años jugando con una pelota junto a una enfermera.
El sonido de sus risas resonaba en el pasillo. La pelota rodó repentinamente por el suelo, deteniéndose cerca de los pies de Andrew.
“¡Disculpe, señor!”, gritó el niño, sonriendo. “¿Podría lanzar la pelota de vuelta, por favor?”
Andrew recogió la pelota con el rostro tenso. Sin decir una palabra, la lanzó lejos del niño y la enfermera, luego se dio la vuelta y se marchó.
“¡Eso fue muy grosero, señor!”, exclamó el niño.
Andrew permaneció en el hospital durante días que se sintieron como semanas. Intentó seguir trabajando, configurando su laptop y organizando reuniones.
Pero el tratamiento lo agotaba. Cada sesión lo dejaba más débil. La náusea era constante, y dormir casi imposible.
Una tarde, durante otra larga sesión de quimioterapia, Andrew se recostó, con los ojos medio cerrados, sintiéndose miserable.
De repente, una pequeña voz rompió su ensimismamiento. Abrió los ojos y vio a un niño parado frente a él. Sobresaltado, Andrew retrocedió ligeramente. El niño se rió. Era el mismo del pasillo.
“¿Qué quieres, niño?” murmuró Andrew, sin levantar la cabeza.
“Estoy buscando a alguien con quien jugar. Esto es aburrido,” respondió el niño con un tono alegre.
Andrew lo miró, irritado. “¿Cuál es tu nombre?” preguntó.
“Tommy,” respondió el niño con una gran sonrisa.
Desde ese día, Tommy se convirtió en una constante en la vida de Andrew…