Cuando Joan se acomodó para disfrutar de una noche tranquila viendo películas con su hermanita, esperaba risas y momentos de unión, no una confesión impactante. Beverly le reveló que su madrastra, Sofía, había tomado su dinero de Navidad. Joan sabía que debía exponer esa traición de la manera más inolvidable posible.

“¡Suéltalo! ¡Suéltalo!”, cantaba Beverly mientras seguía la letra de Elsa, su pequeña voz subiendo y bajando con entusiasmo. Estaba acurrucada junto a mí en el sofá, abrazando su manta favorita.
Era nuestro primer momento de calma desde que volví a casa para las vacaciones de Navidad, y yo disfrutaba cada segundo.
“¿Sigue siendo tu película favorita, eh?”, bromeé, despeinando su cabello castaño y suave.
Ella rió alegremente. “Siempre”.
Beverly tenía solo ocho años, pero ya había pasado por mucho. Después de que mamá falleció hace dos años, nos quedamos solas un tiempo. Luego llegó Sofía. No era cruel, pero sí distante. Sonreía cuando papá estaba cerca, pero cuando estábamos solas, su paciencia era mínima. Yo me fui a la universidad un año después, dejando a Beverly atrás, lo cual me partió el corazón.
Pero ahora estábamos juntas viendo su película favorita por enésima vez.
“¿Tuviste una buena Navidad?”, le pregunté con tono casual.
Ella asintió emocionada. “¡Sí! Papá me regaló una muñeca. Sofía me dio lápices”.
“¿Lápices?”, fruncí el ceño.
“Sí”, dijo, encogiéndose de hombros. “Son de esos que tienen formas raras. Son bonitos”.
Sentí una punzada en el pecho. “¿Y la abuela y el abuelo? ¿O la tía Liz? ¿No te dieron nada?”
“Me dieron dinero”, respondió, esta vez con voz más baja.
Sonreí. “¡Eso es genial, Bev! ¿Qué vas a comprar?”
Su rostro se arrugó mientras jugaba con el borde de la manta. “Ya no lo tengo”.
“¿Cómo que no lo tienes?”, pregunté, inclinándome hacia ella.
Su voz bajó aún más, hasta un susurro. “Sofía lo tomó. Dijo que ya tenía demasiados regalos. Lo usó para ir de compras porque la cena de Navidad fue muy cara”.
Mi estómago se revolvió. “Espera… ¿todo el dinero?”
Ella asintió con la cabeza. “Tenía trescientos dólares, pero Sofía dijo que no sabía cómo gastarlo bien”.
“¿Quién te dio el dinero? ¿Estás segura de cuánto tenías?”, pregunté, tratando de mantener la calma.
“La abuela me dio $100, el abuelo me dio $100 y la tía Liz también me dio $100. Contamos todo en casa de la abuela antes de regresar”.
“¿Y luego Sofía lo tomó?”, insistí.
“Dijo que lo guardaría para mí, pero nunca me lo devolvió”, murmuró Beverly, mirando sus manos.
Mi sangre hervía. ¿Cómo podía una mujer adulta quitarle el dinero a una niña de ocho años y justificarlo con “compras”?
“¿Estás segura de que lo usó para la cena de Navidad?”, pregunté.
“Eso dijo, pero vi su bolso nuevo en el centro comercial”, respondió con un susurro.
Tomé aire profundamente para calmarme. “Bev, gracias por decírmelo. Lo siento mucho, pero no te preocupes. Yo me encargaré”.
“¿Cómo?”, preguntó, sus grandes ojos fijos en mí.
Sonreí con confianza. “Lo verás. Solo confía en mí”.
Esa noche, mientras miraba el techo de mi habitación, planeé mi siguiente movimiento. Confrontar a Sofía a solas no funcionaría; lo negaría todo o trataría de justificarse. Necesitaba testigos.
A la mañana siguiente, le mandé un mensaje a papá:
“¿Podemos hacer una cena familiar mañana antes de que regrese a la universidad? Sería lindo reunirnos una última vez”.
“¡Claro! Me encargaré de todo”, respondió.
Sonreí. Mi plan ya estaba en marcha.
La noche de la cena, la mesa brillaba con la luz de las velas. Todos habían terminado de comer y el aroma de jamón al horno y tarta de manzana llenaba el aire. Papá reía con las bromas del abuelo, y la abuela ajustaba sus gafas mientras tomaba café. Sofía, al otro lado de la mesa, parecía relajada, hablando sobre sus “excelentes ofertas” de fin de año.
Esperé el momento adecuado.
“¿Puedo decir algo antes de que terminemos?”, pregunté, llamando la atención de todos.
Papá asintió. “Claro, querida, adelante”.
Sonreí y miré a Beverly. “Todos saben cuánto le gusta a Beverly andar en su scooter, ¿verdad?”
El abuelo rió. “¡Siempre está corriendo con eso!”
“Pues resulta que Beverly soñaba con comprarse una bicicleta para Navidad. Ustedes fueron muy generosos al darle dinero para eso”, dije, dejando que mis palabras se asentaran. “Pero hay algo raro… Beverly ya no tiene ese dinero”.
El rostro de Sofía se tensó.
“¿Qué quieres decir?”, preguntó papá, frunciendo el ceño.
“Sofía se lo quitó. Todos los trescientos dólares”, dije con firmeza.
Un silencio pesado llenó la sala. Finalmente, papá rompió el silencio: “¿Es eso cierto, Sofía?”
Ella intentó justificarse, pero papá estaba claramente furioso. Prometió devolverle el dinero a Beverly de inmediato.
Aquella noche, el dinero perdido no solo volvió a las manos de mi hermanita, sino que quedó claro que la deshonestidad no tendría lugar en nuestra familia. Beverly sonrió mientras contaba cada billete, y yo me sentí orgullosa de haber defendido lo que era justo.
¿Qué te parece?