Mis nuevos vecinos siempre me parecieron extraños. Su pequeña hija solía jugar sola, y terminé pasando gran parte del día con ella hasta que finalmente apareció su madre. Como un gesto de cortesía, me invitó a su casa. Pero al día siguiente, encontré a la niña abandonada con una nota devastadora. No podía quedarme de brazos cruzados.

Era un día tranquilo en nuestro pequeño barrio suburbano cuando vi que un camión de mudanza se detenía frente a la casa de al lado. Aquel lugar había estado vacío durante años, así que ver movimiento allí era sorprendente.
Observé desde la ventana, espiando entre las cortinas como un gato curioso.
¿Quiénes eran?
El hombre era alto, de rasgos marcados, con una expresión seria que lo hacía parecer sacado de una película de cine negro.
La mujer, en cambio, parecía otra cosa. Pálida, casi fantasmal, con una mirada distante, como si estuviera presente, pero ausente al mismo tiempo.
Y luego estaba la niña.
No tendría más de cuatro años. Pequeñita, con grandes ojos llenos de inocencia, aferrada a un oso de peluche desgastado como si fuera su único amigo en el mundo.
Jugaba sola en el jardín descuidado, su pequeña figura casi desapareciendo entre la hierba crecida y la maleza enredada.
¡Qué familia tan extraña!
Una conexión inesperada
Samuel y yo siempre habíamos soñado con tener hijos. Sin embargo, tras años de intentarlo, se volvió dolorosamente claro que no iba a ser posible para nosotros.
Samuel evitaba el tema, encogiéndose de hombros o cambiando de conversación.
Yo, en cambio, no podía renunciar al sueño.
Y ver a aquella niña, tan sola, despertó algo profundo en mí.
Unos días después, durante mi paseo habitual por el barrio, vi a la pequeña demasiado cerca de la calle.
—Hola, cariño —le dije con suavidad mientras me apresuraba hacia ella—. No juegues tan cerca de la carretera, ¿de acuerdo?
Me miró con grandes ojos y, por un momento, me quedé allí de pie, sujetando su manita.
La llevé de vuelta a su casa y llamé a la puerta. Nadie respondió. Mi mano vaciló en el pomo.
¿Debía hacerlo?
Respiré hondo y empujé la puerta, apenas un resquicio.
El interior estaba casi vacío: algunos muebles viejos y cajas esparcidas. Parecía que se habían mudado, pero sin instalarse del todo.
—¿Cómo te llamas, cariño? —pregunté, agachándome a su altura.
—Lily —susurró.
—Bueno, Lily, ¿qué te parece si hacemos unos dibujos?
—No tengo lápices de colores.
Aquellas palabras me rompieron el corazón.
—¡No hay problema! Podemos usar un palo y dibujar en la arena.
Con entusiasmo, comenzamos a trazar formas sencillas en la tierra: un corazón, una estrella, la letra “A”. Lily me observaba con fascinación, sus ojitos iluminándose con cada movimiento.
—¿Puedo intentarlo? —preguntó.
—¡Por supuesto! ¿Por qué no intentas escribir tu nombre?
Con cuidado, dibujó una temblorosa “L” en la tierra y me miró en busca de aprobación.
—¡Lo estás haciendo genial, Lily! —la animé.
Después de un rato, pasamos a otro juego: construir un castillo con piedras.
—¡Un castillo! Sí —exclamó emocionada.
Juntamos piedras, apilándolas unas sobre otras. La estructura era simple, pero para Lily era lo más grandioso del mundo.
—Mira, es como una torre —dijo, colocando una piedrecita encima.
—Sí, y aquí puede vivir la princesa —añadí.
Sus ojitos brillaban.
—¡Y aquí vivirá el príncipe!
Me pregunté si alguna vez había tenido juguetes de verdad.
Cuando el sol comenzó a ponerse, la madre de Lily apareció de repente.
No mostró emoción alguna.
—Gracias —dijo en tono seco—. Estuve cerca todo el tiempo.
No había calidez ni sonrisa, solo esas palabras.
Antes de marcharse, agregó:
—¿Por qué no vienes mañana a tomar el té?
No era una invitación, sino una obligación. Aun así, asentí.
Lily me miró con esperanza.
—¿Vendrás a jugar conmigo otra vez?
—Por supuesto, cariño —respondí, con un nudo en la garganta.
Mientras la veía alejarse de la mano de su madre, sentí una inquietante sensación.
Había algo raro en esa familia.
El día en que todo cambió
A la mañana siguiente, dudé frente a la puerta desconchada de los vecinos y llamé.
Silencio.
Volví a llamar, esta vez más fuerte. Nada.
—¿Hola? Soy yo, la vecina de al lado —grité.
Nada.
Después de lo que pareció una eternidad, empujé la puerta y entré.
Mis pasos resonaron en el suelo de madera mientras recorría las habitaciones vacías.
Entonces, en la sala, encontré a Lily.
Estaba sentada en el suelo, con un paquete de galletas y una botella de agua. Sostenía un trozo de papel en sus pequeñas manos.
—¿Lily? —susurré, arrodillándome a su lado.
No dijo nada. Solo me entregó la nota.
Al abrirla, sentí un escalofrío recorrer mi espalda:
“Es tuya si la quieres. Sabemos que cuidarás bien de ella.”
Mi mente se nubló.
¿Quién haría algo así? ¿Abandonar a su hija con solo una nota?
El pánico se apoderó de mí.
—Tenemos que irnos —susurré, alzándola en brazos.
Cuando llegamos a casa, Samuel ya estaba allí.
—¿Qué pasó? —preguntó.
Le conté todo.
Su rostro se endureció.
—Has roto nuestro acuerdo, Eliza. Dijimos que no tendríamos hijos.
—¡No podía dejarla allí! —exclamé, suplicando que entendiera.
Pero su ira creció.
—Nunca quise hijos, Eliza. Solo decía eso para no perderte.
Sus palabras fueron como un puñal en el pecho.
Luego, su ultimátum:
—O la llevas de vuelta, o se van ambas.
Lo miré.
Sin decir más, recogí mis cosas.
No podía abandonar a Lily.
Esa noche, dormimos en mi oficina de la escuela.
Un nuevo comienzo
Días después, inicié el proceso de adopción. Las autoridades dijeron que necesitaba un hogar estable.
Entonces, descubrí algo impactante: los padres biológicos de Lily le habían dejado una herencia: la casa.
Mis vecinos la habían adoptado solo por esa herencia. Al darse cuenta de que no podían criarla, decidieron que merecía algo mejor.
Nos mudamos ese mismo día.
Y por primera vez, nuestra casa estuvo llena de amor.
Lily empezó a llamarme “mamá”.
Samuel, solo en su casa, comenzó a reflexionar sobre sus errores. Con el tiempo, intentó acercarse.
Perdonarlo no fue fácil, pero quizás aún podíamos encontrar el camino de regreso el uno al otro.