En el primer aniversario del fallecimiento de su esposa, Samuel escuchó un inesperado golpe en la puerta. El paquete anónimo que recibió contenía una misteriosa bufanda azul y una emotiva nota de su difunta esposa que revelaría un profundo secreto personal.

Samuel estaba sentado junto a la mesa de centro, con las manos envolviendo una taza de café que hacía rato se había enfriado. Los rayos del sol matutino se filtraban a través de las persianas, pintando suaves líneas en el suelo.
Frente a él estaba una fotografía de él y Stephanie el día de su boda. La sonrisa de ella iluminaba la imagen, tal como iluminó su vida.
Tomó la foto en sus manos, sus dedos rozando el marco.
“Ha pasado un año, Steph”, susurró. “Parece que fue ayer. Parece una eternidad.”
La casa estaba silenciosa, salvo por el crujido ocasional de las viejas tablas del suelo. Samuel suspiró, colocando la fotografía de nuevo en su lugar. El silencio se había convertido en su compañero constante. No era reconfortante, sino ensordecedor, eco de cada recuerdo y momento perdido.
Se recostó, frotándose las sienes.
“Estoy intentando seguir adelante”, murmuró, aunque no estaba seguro de con quién hablaba. “Pero es difícil, Steph. Muy difícil.”
En ese momento, un golpe en la puerta lo sacó de sus pensamientos.
“¿Quién será…?”, murmuró mientras se levantaba. Caminó hacia la puerta, su corazón pesado con la carga de la rutina diaria.
Cuando la abrió, un joven repartidor estaba allí, sosteniendo un simple paquete marrón.
“¿Samuel?”, preguntó el hombre, inclinando la cabeza.
“Sí”, respondió Samuel, frunciendo el ceño.
“Esto es para usted. Remitente anónimo.”
Samuel dudó un instante, luego extendió la mano para tomar el paquete. “Gracias.”
El repartidor asintió cortésmente. “Que tenga un buen día, señor.”
Samuel cerró la puerta y permaneció allí por un momento, mirando el paquete. No era grande, pero lo suficientemente pesado como para despertar su curiosidad.
“¿Qué será esto?”, murmuró mientras lo llevaba a la mesa. Se sentó y pasó los dedos por el papel, su corazón acelerándose. Cuidadosamente, quitó el envoltorio.
Dentro había una bufanda azul, larga y suave. Samuel la levantó, dejando que se desplegara. La tela se sentía cálida contra su piel, y los intrincados patrones llamaron su atención.
“¿Qué significa esto…?”, murmuró.
Mientras la examinaba, un pequeño sobre cayó. Sus manos temblaron al recogerlo. Conocía esa caligrafía.
“No”, susurró, con la voz quebrada. Abrió el sobre y sacó una carta.
“Mi querido Sam,
Cuando nos casamos, quise hacer algo especial para ti, algo que creciera junto con nuestro amor. Cada vez que me decías que me amabas, tejía una fila de esta bufanda. Quería que supieras que con cada palabra, mi corazón también crecía.”
“¿Cuánto… cuánto tiempo llevará esto?” Samuel murmuró para sí mismo.
Dejó la carta a un lado y extendió cuidadosamente la bufanda, alargando todo su largo. Comenzó a contar las filas, su voz apenas un susurro.
“Uno, dos, tres…”
El ritmo de los números lo estabilizó, llevándolo a un trance. Contó cada fila, su mente llenándose de recuerdos de las veces que le dijo a Stephanie que la amaba. Durante el desayuno. Antes de dormir. En paseos tranquilos por el parque. En momentos de risas y en momentos de lágrimas.
“…cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve…”
Los números subieron cada vez más, y con cada uno, Samuel sentía su pecho apretarse.
Al llegar al final, notó algo peculiar. Cerca de uno de los extremos, los puntos cambiaban. Eran más ajustados, más pequeños, como si hubieran sido hechos con prisa. En el tejido, en un delicado hilo blanco, se leía:
“Mira en el fondo de mi cajón en nuestra habitación.”
El corazón de Samuel se aceleró. Su respiración se volvió más rápida. Miró hacia el pasillo, donde su dormitorio lo esperaba.
“Steph”, susurró de nuevo, abrazando la bufanda.
Lentamente, se dirigió al cuarto. Frente a la cómoda, abrió la gaveta, donde sus dedos tropezaron con un sobre. En la letra elegante de Stephanie estaba escrito:
“Sam,
Hay algo que no pude decirte antes de partir. Estaba embarazada. Íbamos a tener un bebé, Sam…”
Las lágrimas caían mientras Samuel entendía el amor y el sacrificio de Stephanie, su dolor mezclado con gratitud. Ella siempre lo había elegido. Y ahora, debía honrar su memoria.